Hoy, 26 de julio, se celebra el Día de los Abuelos (y Abuelas) en España y algunos otros países católicos, porque es el día que se conmemora a san Joaquín y a santa Ana, padres de la Virgen María y abuelos de Jesús. Independientemente de cuándo se celebre, es bueno recordar todo lo que hacen los abuelos por sus nietos y nietas. Y como esta es una web sobre libros, recordaremos libros en los que aparecen y también a escritores y escritoras que tuvieron una relación destacada con ellos.

Criados por sus abuelos o abuelas
Por determinadas circunstancias varios escritores y escritoras pasaron a ser cuidados por sus abuelos o a veces por uno solo de ellos. La primera causa solía ser la muerte de uno o ambos progenitores. Es el caso de Yasunari Kawabata, criado por sus abuelos paternos cuando se quedó huérfano a los cuatro años; Mary Wortley Montagu, criada por su abuela paterna; Madame de Sévigné, criada primero por sus abuelos maternos, y después por su tío; o Jean Racine, huérfano a los cuatro. Cuando el padre de George Sand murió, su abuela consiguió llevársela a su casa y criarla. También Máximo Gorki y Sergio Pitol fueron criados por sus abuelas.
A veces se criaban con el progenitor que quedaba, que solía ser acogido por sus propios padres. Como le pasó a René Descartes, que perdió a su madre con un año y fue criado por su padre, su abuela y una nodriza. O a Claude Simon, que, cuando su padre murió en la Primera Guerra Mundial, vivió con su madre y su abuela. En el caso de Marianne Moore, su padre sufrió una crisis psicótica, sus padres se separaron y ella se crio en la casa parroquial de su abuelo materno. También fue el caso de Kate Chopin, huérfana de padre a los cinco años, y criada por su madre y otras mujeres, entre ellas su abuela materna.
Para otros la convivencia fue solo temporal, como le pasó a Angela Carter, a la que mandaron a Yorkshire con su abuela materna por los bombardeos alemanes, o J. M. G. Le Clézio, que durante la Segunda Guerra Mundial permaneció oculto junto con su madre en Francia, ayudados por su abuela (y entre las dos le enseñaron a leer). Carlo Collodi pasó gran parte de su infancia en el pueblo toscano de Collodi, con su abuela, y acabó usando el nombre del pueblo como seudónimo. El marqués de Sade se fue a vivir con su abuela paterna y sus tías mientras su madre viajaba con su marido diplomático. Michel Houellebecq pasó su infancia y adolescencia con su abuela paterna, y como reconocimiento adoptó su apellido de soltera como seudónimo (realmente se llama Michel Thomas).
La convivencia podía resultar un poco problemática. Por ejemplo, L. M. Montgomery, que se quedó huérfana de madre a los 21 meses y su padre la mandó con sus abuelos maternos, que eran muy estrictos. Ella se sintió muy sola, por lo que empezó a imaginarse otros mundos y amigos. Y de ahí saldría Ana de las Tejas Verdes. O Janosch, que se crio con sus abuelos, bajo una estricta educación católica y la amenaza permanente del castigo divino, pero que después se tomó todo con bastante humor. En otros casos, como en el de Richard Ford, supuso una mejoría en su comportamiento. Fue un adolescente problemático, su madre lo mandó con sus abuelos, que administraban un hotel, y dejó de meterse en líos.
Influencia en la escritura
El primer escritor que suele venir a la mente por la relación con sus abuelos y lo que escribió es Gabriel García Márquez. Sus abuelos maternos le aportaron mucho desde el punto de vista literario. Su abuelo, al que llamaba «Papalelo», fue un excelente narrador y le enseñó a consultar frecuentemente el diccionario. Y de su abuela aprendió a relatar lo extraordinario como algo perfectamente natural, además de ser su fuente de inspiración para el personaje de Úrsula Iguarán en Cien años de soledad. En el caso de Isabel Allende fue algo más concreto: su primera novela, La casa de los espíritus, empezó como una carta a su abuelo, cuando él tenía 99 años. Y Laura Esquivel se inspiró en la historia de su tía abuela para escribir Como agua para chocolate.
Otras dos autoras que han escrito sobre sus abuelas, y de las que tenemos reseña, son Joyce Carol Oates y Maya Angelou. En La hija del sepulturero, Joyce Carol Oates noveló la vida de su abuela paterna, a la que estaba muy unida, y que le regaló una máquina de escribir, con la que empezó a escribir a los catorce años. Y en Yo sé por qué canta el pájaro enjaulado, primera entrega de sus memorias, Maya Angelou narró su infancia. Y ahí tuvo un papel destacado su abuela, que fue la que la crio.
Muchos empezaron a conocer o a amar la literatura gracias a sus abuelos, como Winétt de Rokha, cuyo abuelo materno, Domingo Sanderson, era gramático y traductor de autores clásicos; o Emilio Prados, gracias a su abuelo materno, entre otros. A Sophia de Mello Breyner Andresen su abuelo la enseñó a recitar poemas antes de saber leer. La abuela materna y su aya inculcaron a Aleksándr Pushkin el amor por los cuentos y la poesía rusa (en una casa donde se hablaba francés). El abuelo materno de Mercè Rodoreda, Pere Gurguí, colaboró en varias revistas y fue para ella como un maestro. Y Carme Riera empezó, a los ocho años, a escribir variaciones de las historias que le contaba su abuela Caterina. Bertrand Russell fue criado por sus abuelos paternos, y en la biblioteca de su abuelo empezó su amor por la literatura y la historia.
Pero no solo influyeron en el amor a los libros o a las historias. Vita Sackville-West quedó fascinada por su abuela bailarina y sus raíces gitanas, y más tarde escribió su biografía, titulada Pepita. Miguel Ángel Asturias vivió unos años en Salamá, en casa de los abuelos, y allí tuvo su primer contacto con la población indígena, lo que influyó en sus posteriores escritos y estudios. Gore Vidal aprendió mucho de política porque ayudó a su abuelo senador, que estaba ciego. Ray Stratchey se fue a vivir con su abuela materna, que era sufragista, y después ella también se hizo activista. El abuelo materno de Jean-Paul Sartre, con el que vivió tras morir su padre, le enseñó matemáticas y le descubrió la literatura clásica. Y Simone Ortega se interesó por la cocina gracias a su abuela, que cocinaba muy bien.
Libros y reseñas
En los libros infantiles es muy frecuente que aparezcan abuelos y abuelas. Como por ejemplo, el famoso abuelo de Heidi, de Johanna Spyri. Y otros menos conocidos, como se puede apreciar en esta selección de Apego y literatura, con títulos como Cosas que me gustan de mis abuelos, El periódico del abuelo, Cómo cuidar a tu abuela… Y también pueden aparecer en cómics, claro. Un buen ejemplo es Estamos todas bien, de Ana Penyas, donde cuenta la historia de sus abuelas, y con el que resultó ganadora del Premio Nacional del Cómic 2018.
También son importantes en novelas para adultos, como estas que hemos ido reseñando. En ellas podemos encontrar distintos tipos: abuelas que evitan que la nieta viva en un completo caos, como en Un debut en la vida, de Anita Brookner; abuelos que no tienen muy claro cómo tratar a sus nietos, como en Un pequeño inconveniente, de Mark Haddon; o abuelas que siguen las tradiciones, como en Mapa de los lugares sin nombre, de Tania James. Y a veces ni siquiera son biológicos, pero sí que se agradece que estén ahí, como en No hay cielo sobre Berlín, de Helga Schneider.
La historia puede centrarse en las consecuencias del pasado vivido por esos abuelos y abuelas. Como, por ejemplo, en La extraña desaparición de Esme Lennox, de Maggie O’Farrell, donde una nieta no sabía nada sobre una tía abuela. O puede ser un nieto criado por su abuelo el que se da cuenta de que no lo conocía tanto, como en La ciudad de la lluvia, de Alfonso del Río.
También puede ser una historia sobre el comienzo de una saga familiar, como en Middlesex, de Jeffrey Eugenides. O que la historia esté protagonizada por una auténtica matriarca, madre y abuela, decidida a poner orden y ayudar en lo que pueda a sus familiares. Que es lo que pasa en El tiempo que nos une, de Alejandro Palomas.
O que sean fundamentales las enseñanzas que dan. Puede ser algo que enseñen muchos abuelos, porque es algo que aprendió toda una generación, como en Los besos en el pan, de Almudena Grandes. O puede ser algo más concreto, como aprender ciencia con el abuelo, que es lo que pasa en La evolución de Calpurnia Tate, de Jacqueline Kelly.
Por último, puede haber libros en los que tienen poco espacio en la trama, como en La vida invisible de Eurídice Gusmão, de Martha Batalha, pero que incluyo en esta selección porque está dedicado a las abuelas (y a las mujeres de esa época). O directamente se usa en el título como sinónimo de mujer de la tercera edad aunque no tengan nietos o no aparezcan en la historia, que es el caso de Tres abuelas y un plan de sabotaje, de Minna Lindgren.