Una vez que un autor o autora muere nos deja su legado, que son esas historias que escribió y publicó. Pero casi siempre quedan escritos sin publicar, porque no pudieron terminarlos o porque no pensaban que fuera adecuado publicarlos. ¿Y qué pasa con esos textos? Algunos dejaron claro que querían que se conocieran, otros probablemente ni se preocuparon, y otros pidieron expresamente que fueran destruidos… Pues de todo eso va esta nueva entrada de Cajón de sastre.
Cuando deciden que quieren compartirlo
Un caso muy especial es el de la Caja de las Letras del Instituto Cervantes. Se trata de una especie de cápsula del tiempo, donde algunas personalidades de la cultura depositan algún tipo de legado en una caja fuerte, y esta no se abrirá hasta la fecha que ellos hayan indicado. El primero en depositar su legado fue Francisco Ayala, el 15 de febrero de 2007, y su apertura será en 2057. Otros escritores que también lo han hecho han sido Ana María Matute, Eduardo Mendoza, José Manuel Caballero Bonald, Elena Poniatowska o Juan Marsé. También se han depositado legados in memoriam, después de su muerte. De Gabriel García Márquez se conserva tierra de su casa natal; de Antonio Buero Vallejo, su pipa y uno de los bolígrafos que usaba; y de Miguel Hernández, una primera edición de su primer poemario, Perito en lunas.
Puede pasar que el autor quisiera publicarlo, pero al parecer no era el momento, y ese momento acabe siendo después de su muerte. Que es lo que le pasó a Julio Verne. En 1863, Julio Verne propuso al editor de sus Viajes extraordinarios, Pierre-Jules Hetzel, publicar su novela París en el siglo XX. El editor se negó, porque pensó que unas profecías tan pesimistas no se las creería nadie y afectarían a su recién iniciada y prometedora carrera. Verne siguió su consejo y no lo publicó, y al parecer se guardó en una caja fuerte, donde lo encontró su bisnieto y fue publicada en 1994. Así se descubrió cómo imaginaba Verne que sería el mundo en el futuro, pero con 130 años de retraso.
Cuando no quieren dejar nada
Es su deseo, así que habría que respetarlo, aunque sus seguidores estén deseando que aparezcan textos inéditos. Uno de estos escritores es Terry Pratchett, que no quería dejar nada para la posteridad y además dejó instrucciones claras de cómo destruirlo: con una apisonadora. Y cumplieron su deseo, su hija decidió que no se publicaría nada más de su obra y una apisonadora llamada «Lord Jericho» aplastó el disco duro de su ordenador.
Pero existen otros casos en los que no se cumplen las últimas voluntades. Como es el caso de Nabokov. Dejó instrucciones para que se destruyera el manuscrito The Original of Laura, que era en lo que estaba trabajando poco antes de morir, pero su viuda decidió conservarlo. Y treinta años después, en 2008, su hijo lo publicó, y las críticas no fueron muy buenas. Otro caso es el de Virgilio, que antes de morir pidió que se destruyera La Eneida porque no había podido revisarla. Pero no le hicieron caso, se la entregaron al emperador Augusto y se convirtió en el poema nacional de Roma.
O el de Kafka, que escribió a su amigo y albacea Max Brod su última petición: que todo lo que dejaba sin publicar debía ser quemado sin ser leído. Su amigo no le hizo caso, y por eso nos han llegado obras como El proceso, El castillo o América. Pero no lo publicó todo, y se produjo una disputa legal entre el estado de Israel y las herederas de la secretaria de Brod, que querían sacar beneficio económico de los archivos que quedaban. En 2015 la justicia decidió que pertenecían a Israel, fueron donados a la Biblioteca Nacional de Israel y así pueden ser consultados por todas las personas que lo deseen.
¿Y qué pasa si no dejan instrucciones?
Actualmente se debate si es ético o no publicar esos textos inéditos si los autores no especificaron qué querían que hicieran los herederos con ellos. Antiguamente no existía ese dilema, como se puede comprobar hasta en novelas, como en Los papeles de Aspern, de Henry James. Se trataba de lo que decidieran los herederos (que ya hemos visto ejemplos de casos en los que no hicieron caso de las instrucciones), teniendo las opciones de publicarlos, destruirlos o conservarlos para su uso personal. Y el dilema sobre todo se debe a si realmente aportan algo esos escritos o solo se quieren publicar por razones comerciales.
A veces se encuentran textos inéditos mucho tiempo después. Por ejemplo, la novela de Irène Némirovsky, Suite francesa, que permaneció olvidada en una maleta hasta 2004, y posteriormente también se publicó Calor de sangre, de la que su hija, Dénise Némirovsky, solo conservaba los primeros capítulos, y el resto lo tenía un particular. Y otras veces se tardan años en publicar, como los 73 cuadernos de notas, junto con dos novelas inéditas de Poirot, de Agatha Christie. Se publicó todo en forma de libro, organizado, comentado y firmado por el archivero John Curran, en 2009 (y ella murió en 1976).
En el caso de las mujeres es frecuente que su muerte saque a la luz sus escritos, porque en vida prácticamente no publicaron nada. Por ejemplo, Mercedes de Velilla. Tras su muerte, un amigo de la familia y cronista oficial de Sevilla, Luis Montoto, publicó y prologó Poesías de Mercedes de Velilla. O Emily Dickinson, que dejó 40 volúmenes encuadernados a mano con sus obras, en la habitación en la que se recluyó, y que fueron descubiertos por su hermana tras su muerte. Y gracias a su hermana se pudo conocer su gran calidad literaria.
El problema de los herederos, sobre todo si son familiares, es que pueden querer censurar las obras, aunque no es algo que pase en todos los casos. Pero sí ocurrió en el caso de Sylvia Plath. El encargado de publicar los textos que dejó ella tras su suicidio fue su viudo, Ted Hughes, del que se había separado. Y existen dudas sobre qué pudo llegar a censurar, pero parece claro que destruyó el diario en el que describía su relación con él. A pesar de esa posible censura, sus Poemas completos recibieron el Premio Pulitzer de forma póstuma en 1982.
Continuaciones de sus historias
También merece un apartado, porque, aunque no son textos escritos por ellos, sí que están basados en sus obras o en sus personajes, que, como decía al principio, son su legado, indiscutiblemente. Y se puede hacer como un homenaje o, en muchos casos, tratando de sacar un beneficio económico. Un ejemplo de homenaje es el de Julio Verne a Edgar Allan Poe, del que se consideraba discípulo y admirador. Verne publicó La esfinge de los hielos en 1897, como continuación de La narración de Arthur Gordon Pym, publicada en 1838 por Poe. Verne ya era un escritor con mucho éxito, así que parece poco probable que pensara en el beneficio que le daría escribir una continuación de Poe.
Y prácticamente cualquier novela con mucho éxito puede acabar teniendo una continuación, como pasó con Lo que el viento se llevó, de Margaret Mitchell. Les debió de parecer un final demasiado abierto, aunque no parece que la autora pensara en escribir más sobre los personajes, y se publicó Scarlett, de Alexandra Ripley. O en el caso de Stieg Larsson, que pudo terminar la Trilogía Millennium antes de morir, pero su idea era haberla ampliado con más novelas. Así que David Lagercrantz se ha encargado de continuar la saga. El caso más curioso es el de V. C. Andrews, que dejó una novela incompleta, y la terminó otro autor, Andrew Neiderman. Y después se han continuado publicando gran cantidad de novelas y sagas escritas por él, pero siempre bajo el nombre de V. C. Andrews.